Cuando hablamos de maternidad o paternidad, resulta fácil poder observar la gran cantidad de consejos y de personas diciendo qué decir, pensar o hacer hacia aquellos que serán padres, cuando ciertamente es una de las experiencias más complejas y reveladoras que podemos experimentar.
Y es también una de las vivencias más personales…Cada madre o padre, vive de una manera distinta el tener hijos, porque existe una historia individual única y propia, que nadie más ha vivido y que nadie más ha experimentado igualmente. Sí podemos encontrar un eco a las dudas e interrogantes que surgen en la comunidad más cercana, en la familia o en las amistades, pero existen también aspectos que pueden llevar a sentir esta experiencia de manera bien solitaria, por distintas razones (escasa empatía de otros, pocas redes, reencuentro con la propia historia, etc.)
No obstante lo anterior, me parece que un aspecto relevante en este camino es el haber aprendido a ser hijo o hija. Me refiero a lo valorable que resulta el haber podido conocerse profundamente antes de ser madre/padre y haberse conectado con el ser hijo o hija. Por un lado, el haber logrado vivir esta experiencia plenamente, tomando consciencia de las necesidades que afloran en el tránsito de la vida con los padres que tenemos o no tenemos, con los hermanos con los que pudimos compartir, con los tíos o tías que se acercaron, con las abuelas que pudieron haber sido segundas madres, etc. Con los que fueron y los que no fueron, los que estuvieron y los que no.
Es común escuchar a muchos hijos que al revisar su historia dicen “he sido un mal hijo” o ” soy una hija ingrata” mirando su relación con sus padres con cierta culpa o bien otros casos donde suele escucharse un rechazo profundo hacia las figuras parentales, donde podemos oír un “odio a mi papá, es tóxico”o un “no hablo en años con mi mamá”*.
Polaridades que a veces dejan a esta hija o hijo en un estado de estancamiento, sin posibilidades de rescatar lo bueno que se recibió, aunque haya sido poco, como tampoco observar las necesidades que estuvieron sin ser cubiertas y que son necesarias de reconocer. Es decir, cuesta ver hijos e hijas que puedan comprender su historia con una mirada “equilibrada”, que puedan analizar su relación con sus padres como una oportunidad donde es necesario agradecer los esfuerzos que hicieron los padres como también estar atentos a aquello que faltó. Suena como una ardua tarea, y lo es, pero una que da muchos frutos.
Creo que esta capacidad de manejarse en el equilibrio o bien“moverse en los grises”, de poder valorar lo dulce y agraz de la propia historia, permite mirar con más perspectiva aquello que se nos viene como padres. Si no nos reconciliamos con lo que hemos recibido, es difícil poder ser padres de manera amable. Si logramos ver qué nos faltó, podemos reparar con nuestros hijos haciendo algunos cambios, pero también aceptando que podemos cometer errores.
La gran diferencia que podemos hacer con nuestra historia, es que en el presente podamos estar dispuestos a encontrarnos con nosotros mismos, atrevernos a ver nuestra historia como hijos y a auto observarnos como padres, reconociendo nuestras dificultades y también nuestros recursos. El lograr hacer esto, nos permite poder abrirnos y comunicarnos con nuestros hijos cuando nos hemos equivocado, porque de los errores que podemos cometer el más grave es no pedir disculpas, no reconocer lo que hemos hecho como tampoco reparar los posibles daños.
El conectarnos y estar conscientes es uno de los mejores regalos que nos podemos regalar a nosotros mismos y a ellos.
*Hay casos que claramente un distanciamiento ha sido necesario, cuando ha habido abuso sexual o psicológico, maltrato, negligencia o cualquier forma de trato donde un hijo se haya sentido desprotegido o en riesgo. Me refiero en esta columna a situaciones que no han sido graves.